Carta a un padre afligido
Apreciado amigo.
Me ha tomado tiempo responderle a su comunicación en la que describe una situación “normal” en las familias: la elección de carrera profesional. Hay casos en los cuales es prudente tomar distancia frente a los hechos y no reaccionar al impulso de las primeras emociones, algo muy distinto al frenesí de una opinión pública que se mueve acosada por la agresividad de las redes sociales.
El tema de la elección profesional de los jóvenes y, en general, la situación de las actuales generaciones me atormenta hace muchos años. En esta materia, cualquier intromisión externa es indebida, pero guardar silencio tampoco es el mejor camino. En el intenso debate que sucede –debe suceder- en la conciencia de cada uno cuando se toma esta decisión, están de por medio un valor supremo de la dignidad humana como es la libertad de elegir y derechos fundamentales como el derecho al libre desarrollo de la personalidad y la libertad de elegir profesión u oficio como marco de un proyecto de vida.
Además, como padres, sabemos que los hijos no nos pertenecen y tampoco son, como lo pensaban muchos padres años atrás, una especie de garantía o seguro para la vejez. Bastantes tardes de “cafetería y letras” les invertí a esas discusiones, cuando la cafetería de la Facultad era un acogedor rincón del cuarto piso del bloque 7 y los alumnos conversábamos sin barreras con los profesores de entonces.
Su vida, decía, es de ellos, de los hijos, y son ellos quienes deben tener la información adecuada y la libertad suficiente para tomar sus propias decisiones. Como padres, el deber es apoyarlos y tratar de ofrecerles las oportunidades para que logren sus metas y alcancen sus sueños, aunque sabemos que esta sociedad cada vez es más desigual y concentra las oportunidades en un segmento determinado de la población. A los no privilegiados de la fortuna nos toca ser inteligentes para poder tener nuestro lugar, sin hacer malabarismos con el código penal ni deber favores difíciles de pagar. Afortunadamente, la inteligencia se puede cultivar. Las horas de estudio y de lectura ayudan mucho.
También quisiera transmitirle la esperanza de que la educación es un vehículo de movilidad social. En mi época lo fue, pero actualmente es una rara excepción. Ahí están las estadísticas recordándonos todos los días que los jóvenes de hoy viven peor que sus padres, pese a ser la generación más educada en la historia de la humanidad. No vamos muy lejos: las mayores víctimas de esta pandemia son los jóvenes, muchos de los cuales han perdido oportunidades de estudio y otros sus trabajos, efímeros y mal retribuidos cuando logran conseguirlos. Ese es otro contrasentido que atormenta mis reflexiones matutinas, durante esos momentos cuando el sol, pese a su potente energía, debe luchar para abrirse paso entre las sombras de la noche que se va o las nubes que obstaculizan su visión. Y entonces me digo: si eso es con sol, el astro rey, imagínense lo que tenemos que hacer nosotros, diminutas criaturas del universo -aumentadas por el espejo de la vanidad humana- para abrirnos paso entre sombras y obstáculos para desarrollar nuestro proyecto de vida. ¡La vida no es fácil!
A los hijos y a todo el mundo se le debe respetar la libertad de elegir, el derecho a decidir. Es un mandato de vida que, sin embargo, las democracias modernas no están en condiciones de aceptar y reconocer. Largas luchas esperan a la humanidad, todavía, para reclamar esta libertad básica, si es que algún día decidimos renunciar al estado de resignación al que nos llevó el “statu quo”.
Cada quien tiene derecho a perseguir sus sueños y a hacerlo con la libertad que todos reclamamos para nuestras propias decisiones. Cada uno tenemos el derecho de hacer aquello que nos hace felices, independientemente del rol que desempeñemos en la sociedad. Hay profesiones de alcurnia que dan posición, dinero y fama, hay oficios que dan mucho dinero, actividades que proporcionan reconocimiento social, cargos que permiten llevar una vida cómoda y satisfacer algunos gustos, pero no necesariamente conllevan felicidad. Cada uno debe hacer aquello que lo haga feliz. Conocemos muchos testimonios, tristemente tardíos, de personas que tuvieron posiciones significativas y ocuparon espacios donde no eran felices porque desobedecieron a su corazón. Algunos lograron enderezar el camino, otros no, porque la enfermedad o la muerte fueron más veloces que las rectificaciones.
Estas reflexiones, sin embargo, no pueden desconocer la realidad del país y del mundo. Sabemos que el universo laboral cada vez es más estrecho y desigual y que hay profesiones que tienen que luchar más para abrirse un hueco en ese mercado. El desempleo juvenil y el subempleo profesional son fenómenos sociales presentes en la vida cotidiana de la gente, pero no hacen parte de la agenda de ningún gobierno y los organismos internacionales pasan muy rápido sobre ellas cuando hacen sus balances sobre el estado de las cosas. La educación, un derecho fundamental convertido en mercancía, crea expectativas que la sociedad, asfixiada por el neoliberalismo, no está en capacidad de satisfacer.
Las universidades son unas burbujas donde sus miembros pueden sentirse en condiciones de igualdad frente al conocimiento. Pero más allá de sus muros hay un mundo regido por las leyes brutales de la competencia y no por los principios de la cooperación. La Universidad debe preparar a los futuros profesionales con los principios, valores, atributos, destrezas y capacidad mental para enfrentarse a esa lucha feroz y despiadada por las oportunidades. En ese universo, hay personas que sobresalen y hay personas que fracasan.
Cuando se toma la decisión de estudiar X o Y carrera, hay que conocer el entorno y las reglas de juego y prepararse para sobrevivir en un terreno movedizo. Lo importante es ser auténticos. Hay que tener sueños, pero también saber que debemos trabajar por ellos porque estos no suceden por arte de magia.
En la universidad y en la vida laboral vivimos rodeados de mucha gente. Creemos conocer a las personas, pero en realidad no sabemos la historia de cada quien. Hay mucho sacrificio y mucho dolor detrás de cada rostro sonriente que vemos en la Universidad o en el trabajo. Nadie puede atribuirse la exclusividad de las dificultades. No olvidemos que la pobreza y la desigualdad, común denominador de nuestra sociedad, ponen zancadillas todos los días, pero no hay que desfallecer. En fin, me asaltan muchas ideas que una carta -que debe ser breve- no alcanza a desarrollar. Quizás lo único que debía decir es que la mejor herencia que podemos dejar a nuestros hijos es la autonomía y la confianza, pero las páginas en blanco me impulsan a decir más cosas de las que debiera.
Su amigo Jorge Alberto.
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